Asomarse a lo inagotable. Entrevista con Sergio Andricaín y Antonio Orlando Rodríguez


Asomarse a lo inagotable (Fragmento)
Sergio Andricaín y Antonio Orlando Rodríguez
Fuente: Fundación Cuatrogatos
¿Cómo fue el proceso de escritura de Tigres de la otra noche? Mientras escribías los textos, ¿tenías algún destinatario en mente? ¿Qué te llevó a enviar el manuscrito a un premio de poesía infantil?
Me encontraba escribiendo Querida Alejandría cuando al “hojear” páginas web para descansar de la escritura, hallé la convocatoria del concurso. Casi sin pensar, abrí otro documento en word, paseé la mirada por la habitación para encontrar un tema y vi un pequeño tigre pegado en mi computadora, un tigre de goma que había realizado mi hijo cuando estaba en preescolar y que yo había guardado por su encanto infantil, y escribí el primer poema, que es una invocación. En esa misma tarde, de un tirón, escribí los veinte poemas breves, llamaba a mi hijo y se los leía y al mismo tiempo se los enviaba a mi madre por email. Ella me llamó por teléfono llorando al anochecer, pidiendo que no se terminaran los tigres, que no se fueran… y su sentimiento me otorgó el final del poemario:
Mi tigre regresó
la otra noche…
Jamás había escrito poesía. Sí he sido lectora de poesía –mi preferida es la poesía española de la primera mitad del siglo XX, mis autores Antonio Machado, García Lorca, Miguel Hernández y Alberti, cuyas obras me sé de memoria en gran parte–, pero como escritora me ubico en la narración. Sin embargo, ese momento de creación del poemario fue, y así lo recuerdo, como un instante privilegiado, un largo instante sagrado en que me fueron deparados –que así lo diría Borges– esos poemas. Tigres de la otra noche no es un esfuerzo. Tigres de la otra noche es un don. En la rueda de prensa en que se anunció que yo había ganado, manifesté: “Yo no escribí los Tigres de la otra noche, los escribieron los grandes autores a través de mí”. Lo sigo pensando. Lo pienso más ahora que en esa mañana de noviembre de 2005 en que lo dije, pues he tenido oportunidad de comprobar los efectos de esos poemas en las personas, las imágenes que les suscitan, los sentimientos que renuevan y la fuerza espiritual que poseen.
¿Por qué un libro sobre tigres? ¿Te sientes atraída o vinculada de alguna manera a esos animales? ¿Simbolizan algo para ti? ¿O son un motivo puramente literario?
Pero es que el fuego quema y el agua ahoga. El tiempo consume. El tigre devora. Por eso los Tigres de la otra noche no pueden ser para mí simplemente literatura, aunque a la Mallarmé, hayan ido a parar a un libro. Un libro ilustrado, además.
A tu juicio, ¿existe una poesía para niños o simplemente una poesía que también pueden leer los niños?
Existe solamente una poesía. Y su definición, que es para mí, la que dio Platón: ese algo liviano, alado y sagrado.
¿Qué tipo de niños crees sintoniza mejor con ese libro?
El niño en el adulto, definitivamente. Hace poco, un amigo de mi esposo, un ingeniero de 60 años, leyó frente a mí los veinte poemas. A la mitad levantó la vista y con unos ojos diferentes a los que tenía antes de comenzar a leer, me dijo: “Me estoy acordando de mi infancia”.
El niño en el adulto es también un niño importante. Un niño muy importante. Un niño real. La infancia es el pozo del ser, ha dicho Gaston Bachelard. Tocar el misterio de la propia infancia es una de las experiencias más intensas y transformadoras que pueda tener un adulto.
¿Qué es para ti la poesía?
El poder misterioso que todos sienten y no se puede explicar, en palabras de García Lorca: el duende. No es cosa de todos los días, ni siquiera se puede inducir, viene de esa especie de realidad sagrada que de repente aflora en la creación en acto, a veces sin palabras como en un momento de danza, en un quiebre de la muñeca del torero ante la media luna del toro. Hablo de duende, de luna y de toro (curiosamente personajes de El disco del tiempo: Pasifae, la luna; Minotauro), de la tradición mediterránea –constitutiva de nuestra cultura latinoamericana– que es una tradición de sangre. La sangre como ligación entre los orbes, la libación de los antiguos a la tierra, el murmurar las palabras del ritual, que son siempre un poema. La sangre sustituida por el vino, fruto de la tierra, la transmutación milagrosa de las religiones mediterráneas.
Otra definición de poesía que me eleva y entusiasma la tomo de una inscripción órfica en una lámina de oro que acompañó hace muchos siglos a un muerto afortunado: el agua fresca que fluye del lago de la Memoria.
Tal vez, y solo tal vez, refrendar su derecho de soñar, usando otra bella expresión de Gaston Bachelard. Los niños soñadores –aunque creo que todos los niños son soñadores– son a menudo tildados de distraídos, raros o atípicos. Es en la ensoñación donde el ser del niño se expande, donde toma contacto con su soledad, misma donde encontrará o más bien, no encontrará los límites de su alma, tan profundo es su logos, como dijo Heráclito. Ese tesoro de la ensoñación infantil es el que evocado en la edad adulta, reactualizado, puede liberar la increíble fuerza del espíritu humano, que no tiene por qué ser propiedad exclusiva de los grandes hombres que en el mundo han sido, sino de cualquiera que recuerde que en algún tiempo era capaz de distinguir al tigre escondido en la alfombra, con su poder, su complicidad y su peligro.